lunes, 27 de julio de 2009

Vida...


¿Qué es lo que hace que continuemos pese a todo? ¿Cuál es el resorte que nos impulsa hacia arriba cuando sentimos que tocamos fondo, que más abajo ya no podemos llegar? Si nada en ese momento nos alcanza ni nos resulta suficiente ¿qué es lo que revive dentro nuestro y nos permite salir a ponerle el pecho a la vida con la fuerza de un león herido? Muy herido.
Repasemos: amores que se van, pasiones que se esfuman, amigos que se alejan, sueños que no crecen, gente que se pierde, proyectos que se frustran. Es el momento en el que el peso del dolor cae sobre nosotros con toda su fuerza. Tanta, que creemos que ni físicamente podríamos sostener ese adoquin de tristeza.
Llorar, una constante. Dejarnos caer sobre la cama, nuestro refugio. Y rezar. Rezar de veras, para que sea allí, sobre las sábanas, donde se nos pase el tiempo. Se apaga el teléfono, se bajan las persianas, nos miramos al espejo y no logramos reconocernos. No queremos hacerlo.
Yo recuerdo muchos de esos momentos. Los atesoro, porque pese a la crueldad, forman parte de mi vida. Y los valoro, porque sin duda, ayudaron a moldear la mujer que soy.
Claro que a cuatro manos es más fácil. Que cuando la vida arrasa, no arrasa tanto si del otro lado de la cama, te sostiene la mano tu compañero, esa otra mitad con la que nos cruzó el destino. Juntos, no duele tanto. Juntos, casi no duele.
Entonces, de repente, en el peor de los momentos, surgen todas aquellas cosas que nos secuestran del infierno y nos devuelven a la VIDA. Esas cosas que se convierten en los resortes que nos impulsan y enfrentan a lo verdadero; a lo valedero.
Para algunos será la llamada de un amigo que siempre salva del desconsuelo. Para otros, la llegada de un amor repentino, ese que no se espera pero que alcanza el corazón con la fuerza de una flecha lanzada por Cupido. Otros encontramos VIDA en el abrazo de mamá o en ese mensajito en el celular que llega de la mano de alguien inesperado que nos escribe para consolarnos porque le hace mal vernos mal.
VIDA es la mano de mi sobrina sosteniendo mi mano para aprender a caminar, o el sonido de sus carcajadas y el balbuceo de sus primeras palabras. VIDA es la felicidad de todos a quienes amo, de los míos, que son tan míos. VIDA son mis amigos, como ya dije, esos hermanos con quienes no necesito tatuajes, ni promesas eternas, ni secretos bajo cuatro llaves, simplemente la certeza que nos tenemos. Para siempre.
VIDA es mirar a mi abuela y agradecer a Dios por regalarme su compañía durante tantos años, y ver crecer sana a mi hermana; y también VIDA es una cena con amigos y unos mates dulces a la madrugada...
Esos son los motivos que me levantan de la cama y me arrancan la tristeza de la mirada. Pese al paso de los meses y el hijo que no llega; pese a la incertidumbre que invade (“¿seremos papás algún día?”); pese a los años que nos corren sin piedad y los sueños que no fueron como los soñamos.
De mis resortes me aferro. Convencida de que es la única forma de seguir adelante. Segura que los motivos que me ayudan a resurgir de mis propias cenizas y a vivir lejos del infierno, me acercan a la luna. Que es una manera de sentirme más cerca tuya, hijo.
Por ahora hijo de mis sueños, hoy más que nunca, entre vos y yo, la luna.

lunes, 20 de julio de 2009

Amigos, queridos...

Vengo transitando este largo y sinuoso camino, acompañada. En primer lugar, por mi hombre, ese milagro con el que me cruzó el destino. Después, claro, por la familia, nuestros seres más cercanos; y finalmente, por los amigos.
Y es acá donde hoy quiero detenerme: en mis amigos, que son ni más ni menos, que esos hermanos que me regaló la vida, y que hacen fuerza para que mis deseos se cumplan; que me incluyen en sus oraciones; que se preocupan por mi tristeza y que también ríen al ritmo de mi risa.
Y cuando hablo de amigos, no hablo de cientos; ni siquiera de diez, tal vez, tampoco de cinco. Hablo de unos pocos, poquísimos, a los que puedo contar y sólo los dedos de una mano me alcanzan… porque así como tuve amores y tuve amigos, de ambos conservo los mejores. Y son los mejores.
Y quiero que sepan que por ellos, estos dos años se hicieron más cortos; que con ellos, los malos momentos se me pasaron más rápido y gracias a ellos, los malos recuerdos se convirtieron en sólo recuerdos.
GRACIAS a mis pocos -pero elegidos- amigos. Por las llamadas telefónicas, pese a los kilómetros de distancia y aquel respaldo cuando las amistades disfrazadas mostraron sus verdaderas caras; y más acá, GRACIAS por el chateo diario que no es más que una forma moderna de sentirse acompañada, y por aquel ramito de fresias aquella tarde de octubre, que por un ratito nomás me ayudó a olvidar esa tristeza que llevaba en el alma… y GRACIAS por acompañar nuestra mesa cada jueves, demostrándonos que los amigos no sólo tienen que ser aquellos que conocemos desde la infancia.
Y también decirle GRACIAS a mi amiga y confesarle que no es la más fría, que a mí también me cuesta decirle que la quiero… pero cuánto la quiero. Y que GRACIAS por ser testigo de aquel amor que sellamos un 17 de febrero; y GRACIAS por contenerme la tarde en que llorando fui a su casa, cuando sentí que el mundo se me venía encima; y que GRACIAS por alegrarse con mis alegrías, aunque algunas duraron poco y por ansiar tanto como yo la llegada de sus sobrinos, mis hijos.
Y quiero decirle GRACIAS simplemente porque sé que está. Sin tatuajes de por medio, sino incondicionalmente. Aunque pensemos distinto. Más allá de las diferencias. Pese a los dolores que tantas noches nos rajan el alma… aunque hoy quiero augurarle, que lo mejor está por venir; que en cualquier momento la vida baraja y da de nuevo. Y entonces, será nuestro turno…
Treinta años de amistad es mucho tiempo. Es una vida. Es un sinfín de recuerdos y de momentos compartidos; es un ver pasar gente que estuvo en nuestras vidas, y hoy ya no está, probándonos que el tiempo pasa pero que ciertas cosas nunca cambian. Y nuestra amistad está intacta.
Dicen que se precisa un amigo para no enloquecer, para contar lo que se vio de bello y de triste durante el día, de los anhelos y de las realizaciones, de los sueños y de la realidad. Dicen, que se precisa un amigo para dejar de llorar; para no vivir de cara al pasado, en busca de memorias perdidas. Pero fundamentalmente para que nos palmee los hombros, sonriendo, llorando, llamándonos amigo, y creándonos la conciencia de que aún estamos vivos.

viernes, 10 de julio de 2009

33 años, 3 deseos...


En un par de días cumplo 33 años. Número bíblico, diría mi abuela; la edad perfecta de una mujer, diría mi esposo...

Lo cierto es que más allá de las conjeturas, como cada año, el balance se me hace inevitable: lo que tengo, y lo que me falta; lo que logré, y lo que perdí; los buenos momentos, y los que reservo para el olvido; quiénes están, quiénes se fueron... el ying y el yang. Y generalmente, siempre termino conforme, es decir, valorando la mitad llena de ese vaso, que miles de veces veo tan vacío.

No voy a pecar de deshonesta y decir que nunca me imaginé a esta edad convertida en mamá. Una mamá joven, como la mía. No voy a negar que siempre creí que a mis 33, Felipe o Juana estarían ayudándome a soplar las velas de una torta grande, bien grande como mi amor hacia ellos.

Sin embargo, me ayudan frente a la torta, mis afectos tan queridos. Los de siempre. Los de toda la vida. Aquellos que sobran, si los cuento con los dedos de mis dos manos. Los mismos afectos que hicieron de cada cumpleaños mío, desde que tengo recuerdos, un motivo de alegría.

Con el tiempo, y desde hace un par de años, cada cumpleaños que se va lo despido con fuerza creyendo que el próximo lo voy a recibir siendo mamá. Hasta ahora, los cálculos han fallado. Y aunque algunos milagros tocaron la puerta de casa, se fueron tan pronto como llegaron, dejándonos con las ganas. Con todas las ganas.

Por eso este año, decidí que en vez de poner mi energía en despedir mis 32, voy a direccionar mis fuerzas para recibir mis 33 con la mayor de las algerías. Convencida, que "la edad de Cristo" (y vuelvo a parafrasear a la abuela) traerá un pan debajo del brazo.

Convencida, que quienes quiero, estarán junto a mi para soplar las velas, pero más aún para que mis tres deseos (aunque obvios, no se dicen) se cumplan con más fuerza. Porque sé, que también son sus deseos.